martes, 6 de diciembre de 2011

Este no es un cuento


Este no es un cuento, es un retrato. Pensando bien en lo que me preparo a escribir este, la verdad, no es un bosquejo, es una descripción; mentira, es un cuento. Difieren, si me permiten empezar por una reflexión, los cuentos, de los retratos, de los bosquejos, de las descripciones en un detalle. Los cuentos, los retratos, los bosquejos y las descripciones, no sólo se distinguen por su naturaleza misma, puesto que un cuento, un retrato, un bosquejo y una descripción, presentan evidentes divergencias en su caracterización semántica. Los cuentos, los retratos, los bosquejos y las descripciones presentan, viéndolo más de cerca, una particularidad que los une a todos.

Por ejemplo si me preparo a escribir este cuento, es porque al mismo tiempo ni es el retrato, ni es el bosquejo, ni es la descripción de una mujer, y la razón por la cual elegí el cuento como forma de mostrar a esta mujer, es porque el cuento introduce el tiempo. Ni el retrato, ni el bosquejo, ni la descripción de una mujer desnudan a una mujer como sí la desnuda el cuento. El cuento como forma de expresión no sólo se concentra en el sentimiento que una mujer desnuda provoca y en provocar ese sentimiento a quien reciba la creación, lo que puede perfectamente lograr y con mucho mayor precisión el retrato, el bosquejo y la descripción. El cuento, este cuento, se propone mostrar el relato, sí, este no es un cuento es un relato, porque este cuento pretende mostrar, la verdad, un acto de osmosis.

Los relatos mantienen una relación libertina con el tiempo, porque, para no tener que respetarlo, se permiten empezar por lo esencial. Lo esencial de este relato, la verdad, es que finge la realidad, para llegar a lo esencial. Así pues este cuento es mentira, este cuento nunca ocurrió como se los voy a presentar, sobre todo no en el orden en el que se los voy a presentar. Este es un relato que deforma tanto lo realmente ocurrido para llegar a lo esencial, que finalmente ni muestra la realidad ni refleja lo ocurrido. Este es el cuento de Carla, esta es la descripción de Arturo.

El relato la verdad, nunca empieza realmente. El relato termina cuando sentado delante de una computadora, Arturo se dio cuenta que de tanto escuchar a Carla, terminó por quererla. El problema del tiempo, es que no tiene fin, razón por la cual el fin de un relato no es el fin de una historia. Todos aquellos que pretendan que este cuento, este relato, empiece y acabe es porque no han entendido que el relato es un recorte de tiempo que sin tener sentido cuenta lo esencial; cuenta lo esencial porque el tiempo tiene otra calidad fundamental, no tiene vuelta atrás. Un cuento, por su calidad ontológica que pretende distender el tiempo para la presentación de un evento, por la razón misma que utiliza el tiempo ni tiene fin, ni tiene vuelta atrás. Todo inicio es arbitrario razón por la cual empezaré por un beso.

Un beso lo explica todo. Los besos no tienen capacidades explicativas per se. Los besos son simplemente excusas para explicar un encuentro. Este beso, en el 5ème arrondissement de Paris, ocurrió de la siguiente forma. Arturo, en vías de enamorarse la besó, Carla enrumbada en los mismos caminos aceptó el beso. Arturo, inexperto, le dijo “que besos dulces”; Carla le respondió “los dulces dan caries”. Arturo se rió.

Los besos a Arturo lo ponían nervioso. Los besos a Carla le hablaban. En un beso Carla medía si la persona era interesante. A Carla le gustaba la gente interesante. A Arturo le gustaban las mujeres inteligentes. Los besos lo ponían nervioso a Arturo porque se sentía juzgado en cada beso. Esto venía del hecho que vivía de la ilusión, auto-realizadora, que solo le gustaban las mujeres inteligentes y que por alguna característica particular, las mujeres inteligentes, así pensaba. lo juzgaban a cada beso. A Arturo finalmente lo ponían nerviosos los besos, a Carla los besos la ponían reflexiva. Con la respuesta de Carla, Arturo quedó convencido que era una mujer inteligente, con la risa de Arturo, Carla quedó convencida que era un hombre interesante.

No era el primer hombre interesante que Carla conocía, así como tampoco, Carla, era la primera mujer inteligente que Arturo besaba. Este no es un relato de primeras veces, porque en el fondo la primera vez parte de la ilusión que los cuentos comienzan y terminan. El tiempo no funciona así. Cuando el tiempo pasa, borra las primeras veces, cargando de poesía las pequeñas cosas. No fue ni siquiera el primer beso de Carla con Arturo, no fue el beso más impactante, si beso más impactante hubo, que Arturo le diera a Carla, o que Carla le diera a Arturo, o que se les ocurriera juntos. Este beso como cada beso que Carla le daba a Arturo, o que Arturo recibía de Carla, o que finalmente pensaban juntos y se robaban unívocamente, no hizo nada más que lo que los otros besos hacían en Carla. En este beso Carla reeditó el sentimiento de que Arturo era interesante; Arturo, que Carla era inteligente.

Para quien les está transponiendo estos eventos intentando significarlos, todavía es misteriosa la razón por la cual, de los besos de Arturo en los que Carla leía que era un hombre interesante, y de los besos de Carla en los que Arturo sentía que era una mujer inteligente, se desprendió poco a poco la convicción que la suma de estas sensaciones, para Carla el continuo interés que tenía por Arturo, para Arturo la presente evidencia de la inteligencia de Carla; provocando por su continuidad en el tiempo, la idea en Arturo que no eran solo los besos de Carla que denotaban su inteligencia así como en Carla la idea según la cual no solo los besos de Arturo revelaban su interés. El tiempo pasado besándose, con la discontinuidad regular con la que Carla y Arturo se besaban en los labios sintiendo, Carla, que le interesaba Arturo, Arturo, que Carla era brillante, los condujo a darse cuenta, que finalmente, Carla pensaba que Arturo era interesante, Arturo que Carla era brillante. A Carla le gustaban los hombres interesantes, a Arturo las mujeres inteligentes. No tomó mucho tiempo hasta que se dieran cuenta simultáneamente que estaban enamorados.

Poema Angelita


Angelita, quisiera con esta mi canción
Decir lo que no pudo mi vulgar corazón,
Que es tan soez el alejandrino en poesía
Cuanto el insulto que en prosa se torna [una] elegía.

Tentación empobrece la más perlada rima
Al tiempo que diluye su esencia de azahar
Pues en embates al ridículo se escatima
El amor al oropel que nos hace versar.

Estos días de fiestas y de natividad
Cuyas estrellas rieron estos cinco lustros
Merecen sus odas, mas no por la navidad,

Exquisita elegancia de quién bate el oprobio
Con el dorado bermejo de la felicidad
Guarda tu lustre, grande amiga,

¡Ah! y que cumplas muchos más

El beso de Clara


A Clara no le gustaba su cuerpo. A Clara le gustaba su carácter. A Clara le gustaba Francisco. Conocí a Clara un quince de diciembre. Era sábado. Hacía frío. Nos presentaron la noche que siguió el discurso. Yo no me llamaba Francisco.

El discurso que dio clara, la intervención, sería un término más apropiado para describir la corta alocución  del viernes catorce de diciembre – al resto nos dieron dos minutos y medio, Clara la dejaron hablar un poco más – no tocó ninguna propuesta nueva. Clara delante del público no era original, al menos no innovaba en el discurso. Clara sobresalía, no por el tono de su voz, razón por la cual seguíamos todos a Julia a innúmeras y escuálidas manifestaciones, se la respetaba por su presencia. Clara comprendía el efecto que tenía delante de las reducidas asambleas de universitarios. No abusaba de su perfume, pero lo comprendía y jugaba con él. Clara, entendió rápidamente que su voz, sin ser particularmente fuerte, imponía respeto.

En alguno de los “intolerables” erguidos en contradicción a alguna de las autoridades que interpelaba siguiendo el argumento del grupo tal de compañeros con quienes bebería una cerveza aquella noche, Clara lanzó una mirada rápida hacia el lado de Francisco. Francisco rememorando los argumentos con los que debía responder a Clara, que sin ser especialmente contra ella habría usado contra cualquiera de sus compañeros, con quienes de hecho el tomaría una cerveza aquella noche, vio su reloj y se dio cuenta que nadie había reclamado por el minuto suplementario en tiempo de tarima. Se levantó de su silla, porque a Francisco no le gustaba el podio. Retenía de alguna de las reuniones que había mantenido con un sindicalista en una sala llena con estudiantes sentados en el suelo que se debía empezar las intervenciones, con un aire de falsa modestia. Repetía siempre “prefiero quedarme aquí”, subiendo la voz cada vez más, con naturalidad, hasta llegar a un “la gente me comprende”. Ardid retórico que funcionaba, puesto que la falta de decibeles de un militante en el público obligaba al auditorio a prestarle atención.

Francisco, comprendía el efecto hipnótico que tenía en las asambleas. Un grupo de personas, le gustaba pensar cada vez que subía su voz pidiendo que se le considerara como un miembro más del público, era la suma de sus componentes. Encontraba siempre una mujer, a quien veía a los ojos. Una mujer que tomaba como la mujer promedio de esa sala repleta de estudiantes, si no aduladores, por lo menos propensos a aplaudirle tras un silencio largo siguiendo una elevación en la entonación de su voz. Observaba a esa persona cualquiera, y leyendo en sus ojos podía medir cuantos enemigos había hecho con la última observación y cuantos le agradecerían sus palabras. Francisco tenía la rara cualidad de adaptarse al público, para que pocos lo odiaran, muchos lo quisieran, y uno solo; porque le gustaba el efecto dramático; que uno sólo mientras sus contrincantes apostaban a su derrota, que uno sólo de los participantes tras dos segundos de pausa, aplaudiera, llevando consigo la algarabía de los presentes. Francisco conseguía hacer esto, no sólo en asambleas políticas, también lo lograba en bares de poca reputación, en clases que necesitaban de él un elevado nivel de sofisticación, en reuniones del grupo de cine a las que acudía irregularmente, en sus reuniones de partido, en el barbero; Francisco, era un seductor.

Ese día hablando Francisco debió romper el ambiente de clama que había creado Clara. Francisco comenzó su discurso algo diferente esta vez. Dijeron en voz alta Francisco tienes la palabra. Francisco no se imponía a menudo. Seducía, convencía, alagaba, fingía, sudaba, impresionaba, pero nunca imponía. Sus férreos enemigos, quienes contribuían a mantener su leyenda viva, puesto que le ponían suspenso a cada intervención pública que daba, esperaron su tradicional “la gente me comprende”. Francisco, tomando con seriedad la única intervención que podía voltear su predominio sobre el público, subió la estrada, se puso sobre el escenario, y dijo una frase con la que no acostumbraba empezar. “Si lo que dijo la Compañera, silencio, esperó a que alguien le recordara el nombre, y cuando se lo dijeron prosiguió, Clara, resultara ser cierto, estaríamos delante del primer comentario sensato de la noche; y no creo que tal grupo haya mejorado desde la semana pasada”. Durante dos minutos precisos, desmontó los argumentos de Clara con la fuerza política de quien sabe medir a su auditorio. Las certezas de la voz cuasi-maternal de Clara no sobrevivieron a las provocaciones, algunos dirían infantiles, de Francisco. Francisco había “hecho polvo” como dijeron otros tras su aplauso, a la mujer en cuestión. Nadie lo había notado, porque estaban concentrados en seguir lo que parecía el meollo programático innovador de Francisco, pero el joven había logrado desmontar la fuerza aparente de la calma de Clara sin verla a los ojos. Francisco conocía muy bien el nombre de Clara. Esa noche había sentido el suelo deshacérsele a los pies y reaccionó como toda bestia orgullosa y herida en la hombría reacciona: prendiendo el motor del carro.

De haber visto a Clara a los ojos, Francisco habría entendido que con el aplauso con el que respondieron sus improperios moriría su elocuencia esa noche. La tarea me tocó a mí, porque tenía derecho de palabra. Esa fue la primera vez que me tocó “voltear una asamblea”. Me levanté con un poco de miedo. Tomé la palabra. Doscientas personas tienen en la memoria el mismo efecto que dos litros de ron en la sangre. “Compañero Francisco, acabas de decir que el grupo tal no puede haber cambiado, ¡eso es correcto! Si lo hubiera hecho, debería reconocer que tu teatro cambia opiniones. Levantando la voz, lo que se consigue normalmente, compañero Francisco, es que la gente con convicciones políticas las exprese y las afine. Si lo que uno tiene es un peinado, dos admiradoras y quince aplausos, se entiende que lo ponga nervioso una mujer que lo mande al carajo”. A mí nadie me aplaudió, pero a la hora de votar a mano alzada la moción que apoyábamos, pasamos nosotros.

El discurso tuvo sus efectos y me perdonaron el machismo evidente, imperdonable en el grupo tal. Clara me había dicho, solo quedas tú en la lista tienes que decirle a Francisco que no convence a nadie. No hice lo que me habían dicho, y en esos veinte segundos que pude recordar después, tiempo interminable durante el cual miraba simultáneamente a Clara y a Francisco, sin hacer lo que me habían dicho, había conseguido cambiar la situación sin que me mostraran, al menos no inmediatamente, el más mínimo interés. Clara después de la votación me dio un beso en la mejilla.

Esa noche en el bar, nos sentamos en una mesa, Francisco, Clara, dos otras personas y yo. Recuerdo claramente a Clara decir, “los jodimos”. Francisco le respondía, qué nos jodieron, estás loca. Clara que reclamaba y que es la vaina, “ahora no te recuerdas de mi nombre. Eso es para que respetes.”  El carajito te jodió viste. A lo que Francisco le respondió “ese deprimió a los pendejos”, “por eso es que sacaron ventaja, él te los deprime, y los huevones votan por el suicidio; ustedes son la muerte de la política”. El prendió un cigarro, Carla seguía riendo. Clara, después de la cerveza le dio un beso en la boca.

Conocí a Clara, nos presentaron y hablamos por primera vez en una reunión improvista en casa de alguno de los militantes del grupo tal.

viernes, 1 de abril de 2011

Coautoria fonetica

Ay laik tu slap curas

If de mun is fokt op

In de nait de las noches

Juén ay luk at de trok

De paso in texas

Me gustan las birras

Guen ay luk at las putas

Se me para la esquirla

An de tetas de puntas

In san cuasimirla

ólor a sáran

Ay luk at mai gon

Ank wit de presíchon

Of rouches baigón

Ay chuz la bastarda

An pey jer uij ron

Her neim se miolvida

An pley wij la viola

Rockola guid samba

In san aceróla

Selín mis chancletas

Las de mi agüelita

La sucia tomasa

Rodeando la esquina

Apís ov su falda

Dancín in la orina

Gueliendo el polvazo

Vuelvo a la cantina.


Churut y Fractal

domingo, 8 de agosto de 2010

Te de tilo

Romeo el hijo prodigio de la familia de los Capuletos conoció a Julieta, virginaria hereditaria de la familia Montesco, en una fiesta a la que entró coleado después de haber matado al primo de la susdicha, en la cual, enmascarados, se prometieron amor eterno, amor que reiteraron, él bajo el balcón, ella sobre este, ambos ante las fauces de la muerte; ambos protegidos por un cura que, lascivamente, deseaba la unión de los dos jovenzuelos, ninguno pasaba los quince años.

Para ello el padre dio a Julieta un te de tilo que la pondría a dormir “como muerta”, que en el estado mortuorio sus padres la pondrían en la morgue dónde Romeo la rescataría. Te de tilo en la doncella, y con el blackberry en mano, el párroco escribió un pin a Romeo. Su celular estaba apagado.

El prepúbero salió de su casa con el celular de la tía, que tomó por equivocación, dónde estaba claramente escrito en el Facebook de Mercurcio – que le había dicho el sobrino que había visto el pin de Julieta en el celular de la abuela –, “y Julieta no estaba muerta?”. Romeo llama al cuñado que le da el celular del padre, que llama al cura quien le dice que no se preocupe que Julieta lo que fue se tomó un té de tilo que la tiene noqueada pero que esa se está haciendo la muerta para que nadie se entere.

Romeo twittea la vaina que se entera Horacio que va y habla con Sócrates, quien escribe al padre de los capuletos quien inmediatamente va y pregunta qué vaina tienen ustedes con mi hijo, no sea marico nadie, Montesco huevón. Quienes se entran a coñazos en la subida de tazón. Llama la esposa, aparece la guardia, se pelean los novios de las esposas de los respectivos hombres en pugna que de tanto dar coñazos poco estaban en la casa. Los Esposos deshonrados agarran por el pescuezo a uno de los amantes inmediatamente socorrido por el otro. Sacan cuchillos, cargan pistolas, tocan una copla y se arrechan más todavía cuando el maraquero mocho no les sigue la tonada.

Romeo el hijo prodigio de la familia Capuleto sale de la morgue con Julieta la virginaria hereditaria de la familia Montesco, en los brazos. En la radio se oye la historia del homicidio múltiple en la chicharronera de tazón que se vio en la televisión de la panadería donde se tomaron un marrón mientras a Julieta se le pasaba la pea del té de tilo. Ella escribe el último pin con ese blackberry, él anula su cuenta en Facebook.