A Clara no
le gustaba su cuerpo. A Clara le gustaba su carácter. A Clara le gustaba
Francisco. Conocí a Clara un quince de diciembre. Era sábado. Hacía frío. Nos
presentaron la noche que siguió el discurso. Yo no me llamaba Francisco.
El discurso
que dio clara, la intervención, sería un término más apropiado para describir
la corta alocución del viernes catorce
de diciembre – al resto nos dieron dos minutos y medio, Clara la dejaron hablar
un poco más – no tocó ninguna propuesta nueva. Clara delante del público no era
original, al menos no innovaba en el discurso. Clara sobresalía, no por el tono
de su voz, razón por la cual seguíamos todos a Julia a innúmeras y escuálidas
manifestaciones, se la respetaba por su presencia. Clara comprendía el efecto
que tenía delante de las reducidas asambleas de universitarios. No abusaba de
su perfume, pero lo comprendía y jugaba con él. Clara, entendió rápidamente que
su voz, sin ser particularmente fuerte, imponía respeto.
En alguno de
los “intolerables” erguidos en contradicción a alguna de las autoridades que
interpelaba siguiendo el argumento del grupo
tal de compañeros con quienes bebería una cerveza aquella noche, Clara
lanzó una mirada rápida hacia el lado de Francisco. Francisco rememorando los
argumentos con los que debía responder a Clara, que sin ser especialmente
contra ella habría usado contra cualquiera de sus compañeros, con quienes de
hecho el tomaría una cerveza aquella noche, vio su reloj y se dio cuenta que
nadie había reclamado por el minuto suplementario en tiempo de tarima. Se
levantó de su silla, porque a Francisco no le gustaba el podio. Retenía de
alguna de las reuniones que había mantenido con un sindicalista en una sala
llena con estudiantes sentados en el suelo que se debía empezar las
intervenciones, con un aire de falsa modestia. Repetía siempre “prefiero
quedarme aquí”, subiendo la voz cada vez más, con naturalidad, hasta llegar a
un “la gente me comprende”. Ardid retórico que funcionaba, puesto que la falta
de decibeles de un militante en el público obligaba al auditorio a prestarle
atención.
Francisco,
comprendía el efecto hipnótico que tenía en las asambleas. Un grupo de
personas, le gustaba pensar cada vez que subía su voz pidiendo que se le
considerara como un miembro más del público, era la suma de sus componentes.
Encontraba siempre una mujer, a quien veía a los ojos. Una mujer que tomaba
como la mujer promedio de esa sala repleta de estudiantes, si no aduladores,
por lo menos propensos a aplaudirle tras un silencio largo siguiendo una
elevación en la entonación de su voz. Observaba a esa persona cualquiera, y
leyendo en sus ojos podía medir cuantos enemigos había hecho con la última
observación y cuantos le agradecerían sus palabras. Francisco tenía la rara
cualidad de adaptarse al público, para que pocos lo odiaran, muchos lo
quisieran, y uno solo; porque le gustaba el efecto dramático; que uno sólo
mientras sus contrincantes apostaban a su derrota, que uno sólo de los
participantes tras dos segundos de pausa, aplaudiera, llevando consigo la algarabía
de los presentes. Francisco conseguía hacer esto, no sólo en asambleas
políticas, también lo lograba en bares de poca reputación, en clases que
necesitaban de él un elevado nivel de sofisticación, en reuniones del grupo de
cine a las que acudía irregularmente, en sus reuniones de partido, en el
barbero; Francisco, era un seductor.
Ese día
hablando Francisco debió romper el ambiente de clama que había creado Clara.
Francisco comenzó su discurso algo diferente esta vez. Dijeron en voz alta
Francisco tienes la palabra. Francisco no se imponía a menudo. Seducía,
convencía, alagaba, fingía, sudaba, impresionaba, pero nunca imponía. Sus
férreos enemigos, quienes contribuían a mantener su leyenda viva, puesto que le
ponían suspenso a cada intervención pública que daba, esperaron su tradicional
“la gente me comprende”. Francisco, tomando con seriedad la única intervención
que podía voltear su predominio sobre el público, subió la estrada, se puso
sobre el escenario, y dijo una frase con la que no acostumbraba empezar. “Si lo
que dijo la Compañera, silencio, esperó a que alguien le recordara el nombre, y
cuando se lo dijeron prosiguió, Clara, resultara ser cierto, estaríamos delante
del primer comentario sensato de la noche; y no creo que tal grupo haya mejorado desde la semana pasada”. Durante dos
minutos precisos, desmontó los argumentos de Clara con la fuerza política de
quien sabe medir a su auditorio. Las certezas de la voz cuasi-maternal de Clara
no sobrevivieron a las provocaciones, algunos dirían infantiles, de Francisco.
Francisco había “hecho polvo” como dijeron otros tras su aplauso, a la mujer en
cuestión. Nadie lo había notado, porque estaban concentrados en seguir lo que
parecía el meollo programático innovador de Francisco, pero el joven había
logrado desmontar la fuerza aparente de la calma de Clara sin verla a los ojos.
Francisco conocía muy bien el nombre de Clara. Esa noche había sentido el suelo
deshacérsele a los pies y reaccionó como toda bestia orgullosa y herida en la
hombría reacciona: prendiendo el motor del carro.
De haber
visto a Clara a los ojos, Francisco habría entendido que con el aplauso con el
que respondieron sus improperios moriría su elocuencia esa noche. La tarea me
tocó a mí, porque tenía derecho de palabra. Esa fue la primera vez que me tocó
“voltear una asamblea”. Me levanté con un poco de miedo. Tomé la palabra.
Doscientas personas tienen en la memoria el mismo efecto que dos litros de ron
en la sangre. “Compañero Francisco, acabas de decir que el grupo tal no puede haber cambiado, ¡eso es correcto! Si lo hubiera
hecho, debería reconocer que tu teatro cambia opiniones. Levantando la voz, lo
que se consigue normalmente, compañero Francisco, es que la gente con
convicciones políticas las exprese y las afine. Si lo que uno tiene es un
peinado, dos admiradoras y quince aplausos, se entiende que lo ponga nervioso
una mujer que lo mande al carajo”. A mí nadie me aplaudió, pero a la hora de
votar a mano alzada la moción que apoyábamos, pasamos nosotros.
El discurso
tuvo sus efectos y me perdonaron el machismo evidente, imperdonable en el grupo tal. Clara me había dicho, solo
quedas tú en la lista tienes que decirle a Francisco que no convence a nadie.
No hice lo que me habían dicho, y en esos veinte segundos que pude recordar
después, tiempo interminable durante el cual miraba simultáneamente a Clara y a
Francisco, sin hacer lo que me habían dicho, había conseguido cambiar la
situación sin que me mostraran, al menos no inmediatamente, el más mínimo interés.
Clara después de la votación me dio un beso en la mejilla.
Esa noche en
el bar, nos sentamos en una mesa, Francisco, Clara, dos otras personas y yo.
Recuerdo claramente a Clara decir, “los jodimos”. Francisco le respondía, qué
nos jodieron, estás loca. Clara que reclamaba y que es la vaina, “ahora no te
recuerdas de mi nombre. Eso es para que respetes.” El carajito te jodió viste. A lo que
Francisco le respondió “ese deprimió a los pendejos”, “por eso es que sacaron
ventaja, él te los deprime, y los huevones votan por el suicidio; ustedes son
la muerte de la política”. El prendió un cigarro, Carla seguía riendo. Clara,
después de la cerveza le dio un beso en la boca.
Conocí a
Clara, nos presentaron y hablamos por primera vez en una reunión improvista en
casa de alguno de los militantes del grupo
tal.
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