martes, 6 de diciembre de 2011

El beso de Clara


A Clara no le gustaba su cuerpo. A Clara le gustaba su carácter. A Clara le gustaba Francisco. Conocí a Clara un quince de diciembre. Era sábado. Hacía frío. Nos presentaron la noche que siguió el discurso. Yo no me llamaba Francisco.

El discurso que dio clara, la intervención, sería un término más apropiado para describir la corta alocución  del viernes catorce de diciembre – al resto nos dieron dos minutos y medio, Clara la dejaron hablar un poco más – no tocó ninguna propuesta nueva. Clara delante del público no era original, al menos no innovaba en el discurso. Clara sobresalía, no por el tono de su voz, razón por la cual seguíamos todos a Julia a innúmeras y escuálidas manifestaciones, se la respetaba por su presencia. Clara comprendía el efecto que tenía delante de las reducidas asambleas de universitarios. No abusaba de su perfume, pero lo comprendía y jugaba con él. Clara, entendió rápidamente que su voz, sin ser particularmente fuerte, imponía respeto.

En alguno de los “intolerables” erguidos en contradicción a alguna de las autoridades que interpelaba siguiendo el argumento del grupo tal de compañeros con quienes bebería una cerveza aquella noche, Clara lanzó una mirada rápida hacia el lado de Francisco. Francisco rememorando los argumentos con los que debía responder a Clara, que sin ser especialmente contra ella habría usado contra cualquiera de sus compañeros, con quienes de hecho el tomaría una cerveza aquella noche, vio su reloj y se dio cuenta que nadie había reclamado por el minuto suplementario en tiempo de tarima. Se levantó de su silla, porque a Francisco no le gustaba el podio. Retenía de alguna de las reuniones que había mantenido con un sindicalista en una sala llena con estudiantes sentados en el suelo que se debía empezar las intervenciones, con un aire de falsa modestia. Repetía siempre “prefiero quedarme aquí”, subiendo la voz cada vez más, con naturalidad, hasta llegar a un “la gente me comprende”. Ardid retórico que funcionaba, puesto que la falta de decibeles de un militante en el público obligaba al auditorio a prestarle atención.

Francisco, comprendía el efecto hipnótico que tenía en las asambleas. Un grupo de personas, le gustaba pensar cada vez que subía su voz pidiendo que se le considerara como un miembro más del público, era la suma de sus componentes. Encontraba siempre una mujer, a quien veía a los ojos. Una mujer que tomaba como la mujer promedio de esa sala repleta de estudiantes, si no aduladores, por lo menos propensos a aplaudirle tras un silencio largo siguiendo una elevación en la entonación de su voz. Observaba a esa persona cualquiera, y leyendo en sus ojos podía medir cuantos enemigos había hecho con la última observación y cuantos le agradecerían sus palabras. Francisco tenía la rara cualidad de adaptarse al público, para que pocos lo odiaran, muchos lo quisieran, y uno solo; porque le gustaba el efecto dramático; que uno sólo mientras sus contrincantes apostaban a su derrota, que uno sólo de los participantes tras dos segundos de pausa, aplaudiera, llevando consigo la algarabía de los presentes. Francisco conseguía hacer esto, no sólo en asambleas políticas, también lo lograba en bares de poca reputación, en clases que necesitaban de él un elevado nivel de sofisticación, en reuniones del grupo de cine a las que acudía irregularmente, en sus reuniones de partido, en el barbero; Francisco, era un seductor.

Ese día hablando Francisco debió romper el ambiente de clama que había creado Clara. Francisco comenzó su discurso algo diferente esta vez. Dijeron en voz alta Francisco tienes la palabra. Francisco no se imponía a menudo. Seducía, convencía, alagaba, fingía, sudaba, impresionaba, pero nunca imponía. Sus férreos enemigos, quienes contribuían a mantener su leyenda viva, puesto que le ponían suspenso a cada intervención pública que daba, esperaron su tradicional “la gente me comprende”. Francisco, tomando con seriedad la única intervención que podía voltear su predominio sobre el público, subió la estrada, se puso sobre el escenario, y dijo una frase con la que no acostumbraba empezar. “Si lo que dijo la Compañera, silencio, esperó a que alguien le recordara el nombre, y cuando se lo dijeron prosiguió, Clara, resultara ser cierto, estaríamos delante del primer comentario sensato de la noche; y no creo que tal grupo haya mejorado desde la semana pasada”. Durante dos minutos precisos, desmontó los argumentos de Clara con la fuerza política de quien sabe medir a su auditorio. Las certezas de la voz cuasi-maternal de Clara no sobrevivieron a las provocaciones, algunos dirían infantiles, de Francisco. Francisco había “hecho polvo” como dijeron otros tras su aplauso, a la mujer en cuestión. Nadie lo había notado, porque estaban concentrados en seguir lo que parecía el meollo programático innovador de Francisco, pero el joven había logrado desmontar la fuerza aparente de la calma de Clara sin verla a los ojos. Francisco conocía muy bien el nombre de Clara. Esa noche había sentido el suelo deshacérsele a los pies y reaccionó como toda bestia orgullosa y herida en la hombría reacciona: prendiendo el motor del carro.

De haber visto a Clara a los ojos, Francisco habría entendido que con el aplauso con el que respondieron sus improperios moriría su elocuencia esa noche. La tarea me tocó a mí, porque tenía derecho de palabra. Esa fue la primera vez que me tocó “voltear una asamblea”. Me levanté con un poco de miedo. Tomé la palabra. Doscientas personas tienen en la memoria el mismo efecto que dos litros de ron en la sangre. “Compañero Francisco, acabas de decir que el grupo tal no puede haber cambiado, ¡eso es correcto! Si lo hubiera hecho, debería reconocer que tu teatro cambia opiniones. Levantando la voz, lo que se consigue normalmente, compañero Francisco, es que la gente con convicciones políticas las exprese y las afine. Si lo que uno tiene es un peinado, dos admiradoras y quince aplausos, se entiende que lo ponga nervioso una mujer que lo mande al carajo”. A mí nadie me aplaudió, pero a la hora de votar a mano alzada la moción que apoyábamos, pasamos nosotros.

El discurso tuvo sus efectos y me perdonaron el machismo evidente, imperdonable en el grupo tal. Clara me había dicho, solo quedas tú en la lista tienes que decirle a Francisco que no convence a nadie. No hice lo que me habían dicho, y en esos veinte segundos que pude recordar después, tiempo interminable durante el cual miraba simultáneamente a Clara y a Francisco, sin hacer lo que me habían dicho, había conseguido cambiar la situación sin que me mostraran, al menos no inmediatamente, el más mínimo interés. Clara después de la votación me dio un beso en la mejilla.

Esa noche en el bar, nos sentamos en una mesa, Francisco, Clara, dos otras personas y yo. Recuerdo claramente a Clara decir, “los jodimos”. Francisco le respondía, qué nos jodieron, estás loca. Clara que reclamaba y que es la vaina, “ahora no te recuerdas de mi nombre. Eso es para que respetes.”  El carajito te jodió viste. A lo que Francisco le respondió “ese deprimió a los pendejos”, “por eso es que sacaron ventaja, él te los deprime, y los huevones votan por el suicidio; ustedes son la muerte de la política”. El prendió un cigarro, Carla seguía riendo. Clara, después de la cerveza le dio un beso en la boca.

Conocí a Clara, nos presentaron y hablamos por primera vez en una reunión improvista en casa de alguno de los militantes del grupo tal.

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