“¿De qué color es el sol en Estocolmo?”
Nunca he ido para allá, vengo de Venezuela, salí hace tiempo. Lo último que comí fue mango, me gusta el mango: me gusta el mango que hace mi mamá.
Me gusta el mango en abril; es época de mango y de bucare. El cielo se tiñe de concha de naranja sanguinolenta y las aceras se perlan de frutas caídas. Piedras y frutas, por meses enteros mi alegría vestía de amarillo. Mis encías áureas, se ataviaban de hebras de los despojos de nuestros embistes al cielo. Envites a la diosa fortuna, rogándole jugo después de la escuela. Un día le cogimos el truco al juego, las ramas dejaron de ser nuestros monstruos y los mangos se volvieron frutas, cada vez mas frutas y nada más. Dejamos de lado la conquista del mundo a pedradas y comenzamos a soñar en béisbol, en fútbol, en ajedrez. Edwin dejó de ser fulano y Darlin cambió de apodo. Las esquinas de las calles comenzaron a volverse grises. Los días perdieron colores, las noches nos iniciaron a la intensidad de las luces decembrinas. Diciembre comenzaba en octubre y se iba con pacheco.
Nuestra boca se llenó de palabras nuevas, triqui traqui, tambor. Lo que antes eran mariposas misteriosas de capullos sorprendentes se volvieron luces de olores a fósforo, nada se escapaba de la brasa que emanaba de nuestros brazos hercúleos, de nuestros cuerpos invencibles. Aprendimos un veinticuatro a temer al sonido, mientras aferrándose de nuestros hombros, ella se acurrucó buscando compañía. Un Año nuevo, aprendimos a alcoholizarnos y a verla con desdén, para despertarnos con remordimiento. En carnavales Utolina se llamó levante, Augusto, novio. Descubrimos la fantasía del fantoche, el color del maquillaje y los olores rimbombantes de la colonia barata. En la arena vislumbramos el significado de la calma, vimos las gaviotas, aprendimos a hablar de nubes. Con las nubes vienen los sueños, no tan lejos está el horizonte; y con su mano en mi mano, escuché un latido y con su cuello en mi pecho escuchó dos; con su sonrisa en mis ojos me le presenté a la noche y con su carro allá lejos desdibujé al recuerdo.
Con Alberto y Rodrigo nos interesamos por las ascuas y con el grito magistral de la muerte del redoble del último cañón, con el redoble atolondrado del último Calipso madrugador, redescubrimos el suave repiqueteo alegre de los mangos nacientes. Los mangos compartidos saben distinto, embriagan. Tiñen los dientes como siempre lo hicieron, con el velo precavido del secreto inseguro; las bocas amigas cambian hasta convertirse en trofeos de la noche, en frutas nocturnas. De día, las piedras empezaron a rajar las palmas de las manos entumecidas de horas de conversación, bajo la música de infancia, frugal y aleatoria. El amarillo siguió siendo bonito; desde los albores del sol, a pesar del tiempo, el amarillo siempre ha guardado un aire especial que impele a estrechar las manos con lo intangible.
A veces sólo a veces, sientes un ligero aplauso cuando los dedos, en vez de rasgar el aire, acarician dedos contiguos y se dejan llevar por la brisa calentita de la semana de libertad. Semana de araguaneyes en la que el sol se pinta del color del sol y el cielo del color de sus ojos y los troncos desnudos, del color de sus labios; y su sonrisa cierra los ojos y la tuya se deja embriagar caminando despacio.
Cuántas cosas pasan entre un bucare y un araguaney, cuanto esfuerzo para decir: “Amarillo, que es mi color preferido”.
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