Mis pies pisaban la arena caliente de la península de Araya. Me tostaba bajo el sol del medio día, estaba perdido en un lugar desconocido de dios y de cualquiera de sus ángeles. Por cada malecón, por cada puerto, por cada pueblo por los que había pasado pensaba en cuanto mi espíritu había crecido en estos últimos días; mi imaginación había sin duda alcanzado su limite. La población vivía en un estado paupérrimo e invariante; todo giraba al rededor de un plaza Bolívar, maltrecha por la naturaleza, que daba a la iglesia y a la panadería. Pero mi cuerpo no sentía piedad; no estaba melancólico ni triste. Pasaba por una tierra que nunca hubiera imaginado ni en mis sueños, no por la belleza de sus casas ni por la inponencia de sus edificaciones, sino por la humanidad y el cariño de una gente cuyo día a día era el sopor. Mis pasos le marcaban el ritmo a mi alegría; corría , saltaba, me volteaba, zizgzageaba, me movía hacia todas partes, el mundo era un lugar alegre, debía serlo, tenía que serlo. Mis piernas sentían el ardor de mis dedos desnudos al hundirse en la arena. Nada me molestaba, todo era hermoso. En ese momento, por mi cabeza sólo pasaba una cosa, era una canción, que me daba vueltas. Una letra escuchada a regañadientes en una reunión familiar era la única señal de que mi espíritu todavía pensaba, de que no estaba soñando; esto no era el paraíso, era la tierra y todo era real. Tarareaba la melodía esperando a que el final de la canción volviera a recordárseme.
"Es que en oriente mi hermano, la mar tiene otro color" Si, así era, y por ahí empecé a divagar. El océano dibujaba en la lejanía el reflejo del sol, los hermosos colores del atardecer pigmentaban el agua a toda toda hora de una belleza poco ordinaria. Y es que "el amarillo del sol es un poco azafranado", como no iba a serlo si todo ahí era hermoso; Todo era diferente, extraño, extraordinario; fue en oriente donde le tomé la mano, fue en oriente donde la besé. La veía, la música la hacía resurgir, brillaba como el sol que cantaba esa canción; su belleza me encandilaba.
Sin hablarle, le tomé la mano y caminamos, el amor nos comunicaba y su belleza me callaba. El sonido más fuerte era el de mi corazón latiendo con velocidad en un pecho que se sentía estallar; y su belleza me apaciguaba. Me veía, la veía, vestía una fina tela blanca, cándida como la arena; su piel dorada brillaba y el blanco la delineaba perfectamente. Era hermosa, caminamos por las playas interminables; el azul y el blanco se chocaban con fuerza para acariciar nuestros pies cansados. El viento nos elevaba mientras la sal se nos incrustaba en la piel, tuvo que haberme dolido; pero su belleza me tranquilizaba. Caminamos y caminamos sin decir una palabra, ningún sonido salía de mi boca ni de la suya, que extraño que su recuerdo me viene en forma de melodía. Miraba sus labios un poco resquebrajados por la sal y el sol, su boca era irreprochable, sus labios carnosos me decían algo, no entendía que era. El ocaso se dibujaba en el infinito y nosotros dos seguíamos tomados de mano; esto nos acercaba, nos recordaba nuestra proximidad. Ya el mundo había desaparecido y su belleza me elevaba. Flotábamos sobre la arena que se volvía nuestro cómplice; ella reduciría su ardor y nosotros nos acostaríamos. La veía, me veía, y todo era mágico, su belleza me incitaba; le acaricié el brazo y me recoste sobre su barriga. Su respiración era delicada, el calor de un día de marcha le había puesto el vientre ligeramente tostado. Me volteé a verla, su cara daba al sol que poco a poco perdía su fulgor. Su belleza me insinuaba a amor, sus labios querían hablar pero la naturaleza no los dejaba.
"Y la luna es una flor que perfuma con amor a quien está enamorado". Su cara dejó de brillar bajo el sol y empezó a reflejar el plateado de la luna; la sal que se nos había incrustado en la piel durante todo ese día, la ponía a brillar. Tenía frente mío a la estrella más hermosa de todo el firmamento, era mía. La luna de oriente, otro de nuestros cómplices, restregó sobre nosotros lo que hace falta para amar. Me subí poco a poco sobre el cuerpo brillante de luna y la besé. Fue un beso inolvidable. Y todo volvió a ser mágico de nuevo, me sentía volando sobre la arena, el aire me elevaba, pero esta vez, su belleza me tranquilizaba; nuestro amor le pertenecía a la tierra y a nadie más. La blanca tela que la cubría seguía el vaivén del mar, ella era lo único que se podía ver en la oscuridad. Vencí al viento y tomé lo que quería quitarle. Quería vestirla de noche, quería que reluciera, quería verla a ella sola, quería que fuera mía. La luna me indicaba lo que debía hacer, la arena me susurraba los secretos del amor y yo me uní a ellos. Formaba parte de la oscuridad que se callaba para admirar el secreto de una perfección hacía mucho tiempo perdida. El desnudo de este cuerpo era único, lo toqué con delicadeza. La buscaba; rocé sus labios, los besé, sentí su cuello, lo besé, mi mano iba bajando por su piel y mis labios iban detrás de ella. Acariciaba todo su cuerpo, besaba todo sus cuerpo; su belleza me enseñaba. Los besos caían de ambos lados, su piel me era conocida, mi cuerpo se sentía relajado. El tiempo se había detenido pero seguíamos existiendo; era un amor que sólo se podía encontrar en la tierra. Al pasar mi mano, sentía como su espalda me acompañaba con escalofríos. Pensaba en la única parte de la letra de la canción que pude recordar para ese momento,"las muchachas hacen monerías decentes". Sonreí, y empecé a amarla, la luna me aconsejaba y la arena la soportaba. La cubrí de besos y ella a mí; el resultado de tanta pasión, de tanto amor, empezó a hacernos brillar. Lo que empezó siendo una estrella, era ahora inmenso, podría ser una galaxia; su belleza me engrandecía. La arena luchaba por quitarnos nuestro brillo, a cada vuelta que dábamos sobre ella nos arropaba; nos intentaba calmar, pretendía quitarnos el fulgor. La luna luchaba de todas sus fuerzas, intentaba defendernos. Sus manos me acariciaban la espalda, las piernas, me besaba el pecho, el cuello. Yo la veía, la besaba; su cuello, sus senos, todo lo que mi boca pudiera alcanzar caía bajo el peso de mi dulzura. La noche se pasó entre amor y besos, pero el día llegó. Ella siguió su camino, yo el mío. Antes de separarnos, yo le dije "Adiós", fue lo único que le dije, pero ella me respondió con símbolos que era muda. Que amor tan magnifico, que increíble experiencia la de amar sin una palabra; amé por amor.
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